«Hubo un gran combate en los cielos. Miguel y sus ángeles lucharon contra el Dragón. También el Dragón y sus ángeles combatieron, pero no prevalecieron y no hubo ya lugar en el Cielo para ellos. Y fue arrojado el Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; fue arrojado a la tierra y sus ángeles con él.»
(Apocalipsis 12, 7-9)
Todos los recién nacidos parecen angelitos, se ve que les quedan algunas marcas de su estado anterior. Pero Miguel tenía cara de ángel de verdad, y aún la conserva. De la misma manera que conserva en su billetera ese pasaje de la Biblia que le regalaron una vez. No es más bueno que la mayoría de la gente, ni más malo tampoco, pero esa carita… los que lo conocen bien le tienen algo parecido al temor.
Y razones no les faltan.
Por ejemplo, lo que le pasó al ‘Loco’ Araujo. El Loco era un ganador (porque ganaba siempre y porque no reconocía las derrotas). Estaba por encima de cualquier exceso, sea de velocidad, de alcohol, de cocaína, de orgías (sí, ¿por qué no puede haber un exceso de orgías?), hasta su forma de practicar deportes era un exceso y sin embargo se lo notaba sanito sanito. Nadie se explica entonces cómo pudo haber tenido una muerte tan tonta. Lo mató una sopa instantánea.
Miguel no conocía mucho al Loco, pero le tocó estar cerca en ocasión de un torneo deportivo en su provincia. Como cada año, Miguel participaba de la organización y como buen gaucho, estaba dispuesto a ayudar en lo que fuera. El hábil Loco no tardó en clavar sus garras en el hombro de Miguel: “¿me acompaña muchacho?”
Jugó al futbol, al rugby, al pato y ahora le tocaba tenis. Y Miguel le alcanzaba agua, una toalla, un Gaitorai, casi como un esclavo. Venía ganando, pero en equipo. Acá era él contra el otro. Se sentía agotado, pero le iba a ganar a cualquier precio. A medida que el sol de la tarde se ponía más fuerte, el Loco sentía cada vez más frío, sudaba y tiritaba a la vez. Miguel pensó que estaría engripado y en el descanso le alcanzó una sopita Quick que le causo al Loco una muerte igual de quick.
Dicen que pudo haber sido la presión o el corazón. Pero Miguel, ignorante de los desastres que venía haciendo el Loco, no podía evitar sentirse culpable, algo así como el emisario de la Muerte.
Don Braulio lo consolaba: “Cuchame Miguel, te digo que no te hagás más problema por el Loco. Ese tipo era una desgracia. ¿Por qué te creés que tenía tanta plata? Ha estafao a unos cuantos. Y la pobre viuda no pasa por la puerta de los cuernos que le ha hecho. Un sinvergüenza. Bien muerto está y si tuviste algo que ver, llamáte justiciero.”
Con el tiempo los fantasmas abandonaran los pensamientos de Miguel dejándolo indefenso para el siguiente suceso.
Las rutas que conocía casi siempre estaban desiertas. La camioneta cruzada en el camino y la señora que daba vueltas alrededor agarrándose la cabeza parecían un espejismo. Nadie paró a ayudar. Miguel sí, claro. Al volante había un hombre inconsciente con el rostro casi morado. Es un infarto, hay que sacarlo del auto. Los 163 kilos que probablemente hayan ahogado su corazón, casi les parten las espaldas a su esposa y a Miguel en el intento. Lograron acostarlo en el pavimento y Miguel empezó con la resucitación (esta vez no me agarran, pensó recordando lo del Loco). Con todas sus fuerzas empujó ese tórax de caballo y con todo su aire trató de llenar esos pulmones mórbidos. Justo pasó el Tito que también paró para ayudar, cuando el casi muerto vomitó y volvió a respirar. Casi un milagro.
Hay que llevarlo al hospital… pero acostado. No entra, ¡no entra! Si vomita de vuelta así sentado se ahoga. Entre los tres buscaron la forma de reclinarlo lo más posible. No llegó al hospital. Se ahogó en su vómito y murió otra vez.
Y Don Braulio: “Pero Miguel, no te hagás mala sangre ¿vos sabés quién era el gordo ése? Era el gordo Morales. Una basura de tipo. La mujer si corría alrededor de la camioneta sería pa’ festejar. Si la ha cagao a palos toda la vida. Dicen que le pegaba a la madre también. No se ha conocido rata más grande. Vos lo quisiste salvar, pero lo llevaste sentado. Llamáte justiciero…”
Después de experiencias como ésas, Miguel sentía que su lazo con la Muerte era cada vez más estrecho, aunque no podía entender la naturaleza y mucho menos el propósito de un lazo semejante. Sin embargo, una noche de invierno en la ruta, creyó empezar a comprender.
Manejaba solo, atravesando la inmensa pampa, fría y oscura, tanto o más monótona que de día. El camino recto y la luz de su camioneta creaban una garganta imaginaria que lo tragaba de sueño. Y de todos modos ya eran como las 4 de la mañana. Salió del camino para dormir un poco. Se acomodó serenamente.
“Toc…, toc…, toc…” Pegó un salto y miró a su alrededor. Alguien golpeó su camioneta, pero no había nadie. Debe ser el cansancio, a dormir. “Toc…, toc…, toc…” Tres golpes de nuevo. Se quedó quieto, escuchando… nada. Miró bien hacia afuera… nadie. Debe ser algún animalito, a dormir pues. “Toc…, toc…, toc…” Esta vez palideció. No eran ni su imaginación ni un animalito. Acá hay un cristiano (ojalá) golpeándole a él. Se bajó decidido y con ayuda de una linterna inspeccionó minuciosamente los alrededores. Nada.
Las cosas no estaban para una cuarta vez, y además el sueño definitivamente se le fue. Puso primera y se alejó lo más que pudo del lugar.
A la mañana siguiente emprendió el viaje de vuelta por el mismo camino. Notó con sorpresa que llegando al lugar en donde había parado la víspera, había un tránsito inusual. Un inmenso camión se había salido de la ruta. Aún estaba ahí. Sí, ahí mismo donde él había parado para dormir. “¿Cuándo pasó esto?” preguntó con voz temblorosa. “A eso de las 4 y pico de la mañana.” Pensó de inmediato en el toc-toc-toc. Si no hubiera escuchado los golpes, ahora estaría muerto bajo ese camión. Tan muerto como el camionero. ¿Pero por qué le tocaba vivir estas cosas últimamente?
“Parece que venía endemoniado el hombre. Me informaron de los pueblos vecinos que lo han visto bebiendo… en fin, hasta acá llegó, éste no jode más. ¿Cuál es la identidad del occiso?” preguntó el cabo. Su ayudante, tratando de leer el nombre en el DNI roto y manchado, apenas podía adivinar: “Lu.. Luci… Lucio? Fer… Fer…, debe ser Fernández, mi cabo.”
Miguel, cara de ángel, por fin entendió… «justiciero», le había dicho Don Braulio, «justiciero…» y recordó: hubo un gran combate en los Cielos… parece que en las pampas también, cada tanto.
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